Ya lo tenía a la vista. Ajustó suavemente el mando de gases para reducir la velocidad de acercamiento. El corazón palpitaba con fuerza, podía sentirlo a través del chaleco salvavidas. Dos gotas de sudor recorrieron el corto espacio que separaba la sien derecha de la mascarilla de oxígeno, resbalando con suavidad por la piel cerca de su ojo. No paraba de calcular con la precisión que le daba la experiencia. Coordinación perfecta del ojo al cerebro y del cerebro a la mano. La mano derecha ajustaba la maniobra de acercamiento, la mano izquierda controlaba la potencia del motor para asegurar la velocidad óptima. A su derecha, su pareja seguía en posición sin necesidad de prestarle atención. Era un capitán con ocho años de experiencia, seguro que ya tenía en su cabeza todas las opciones y cómo reaccionar a cada una de ellas.
El otro avión apareció en el visor, a la izquierda, un poco adelantado. No había sorpresas, la identificación se había completado. Confirmó por la radio que eran dos Sukhoi Su-27. Estaban dentro del espacio aéreo de la OTAN, había que invitarles educadamente a salir. Los dos F-18 españoles maniobraron con mucha suavidad para colocarse a la izquierda de los dos Sukhoi, un poco por encima, con el sol de mediodía a la espalda. El F-18 que iba siguiendo al líder se fue retrasando y cambiando de lado para cubrir la maniobra de acercamiento. Todo iba según marcaba el procedimiento. A la derecha del líder, la costa de Letonia se extendía hasta el límite superior del golfo de Riga.
Blanca Serrano, la teniente coronel jefe del destacamento Vilkas, aceleró su avión para colocarse a la vista del líder ruso. Había que actuar con mucha precaución. A veces los rusos forzaban maniobras agresivas para probar a los aviones de la OTAN. La tensión era muy alta. Un año antes los rusos habían invadido Crimea. Un avión de pasajeros de la compañía Malaysia Airlines que volaba de Ámsterdam a Kuala Lumpur había sido derribado, probablemente por un misil ruso. Provocó 298 muertos, muchos de ellos holandeses, de un país de la OTAN.
—Están virando.
La voz del capitán Oquendo no presentaba el más mínimo indicio de tensión. Era el mismo tono que podría utilizar para pedir otra caña una tarde de viernes. Evidentemente, los dos aviones rusos habían sido informados por el radar de Kaliningrado sobre la presencia de los aviones de la OTAN. El líder ruso esperó a que el primer F-18 apareciera por su izquierda para virar contra él. No era una maniobra hostil en sí misma, pero llevaba implícito un mensaje: no estaban allí para seguir las instrucciones de los aviones de la OTAN.
La experimentada piloto española no dudó ni un segundo. Adelantó la palanca de gases y comenzó a subir por encima del avión ruso cambiando el viraje para mantenerlo a la vista. El capitán Oquendo realizó un tonel por la derecha poniéndose en invertido para mantener a la vista a todos los aviones y cubrir a su líder.
—Los tengo a la vista.
Esa fue la escueta frase de la teniente coronel Serrano para dar a entender a su pareja que no había que temer la reacción de los rusos. Los tenía controlados. Pudo ver cómo los dos Sukhoi completaron el viraje hacia el sur y se fueron alejando en dirección a su base de Kaliningrado.
La OTAN desactivó la pareja de cazas británicos que esperaban acontecimientos en la base polaca de Malbork y los Mirage 2000 franceses de la base de Ämari en Estonia. Los dos F-18 españoles volvían a su base en Šiauliai. Iban relajados. La tensión que rodeaba cualquiera de aquellas alarmas cuando la sirena sonaba y tenían que correr a los aviones era tremenda. Sobre todo, si les informaban de lo que la OTAN llamaba ‘alpha scramble’, una amenaza muy real.
Cuando todo había acabado, la sensación de relax, el disfrute del vuelo en un caza y los paisajes del Báltico invitaban a jugar un poco.
—Venga, vamos a movernos.
Estaban descendiendo con la pista a la vista a unas veinte millas. Oquendo se colocó en formación cerrada a la derecha de su jefe. Y otra vez, con la precisión que da haberlo hecho miles de veces, la coordinación del ojo con el cerebro y del cerebro con la mano. Trescientos nudos, morro arriba con suavidad iniciando un viraje por la derecha, volando un círculo imaginario como el que describe un arcoíris con la lluvia de verano. En invertido, con la cabeza apuntando a la tierra y el morro de los dos aviones describiendo un círculo perfecto sobre un punto lejano en aquella interminable estepa. Otra vez, pero esta vez a la izquierda, trescientos nudos, seguían bajando suavemente. La teniente coronel Serrano pulsó el botón del micro sin dejar las maniobras acrobáticas.
—Šiauliai Air Base, this is Alfa. Ten miles west of the airport, request visual.
El controlador autorizó la maniobra visual y en pocos minutos estaban aterrizando sobre los números de la amplia pista del país báltico.
Completó el informe de misión y lo adjuntó al correo electrónico seguro de la red de la OTAN, dirigido al Centro de Mando en Copenhague, con copia al Mando de Combate del Ejército del Aire en Torrejón de Ardoz. Cerró el ordenador portátil y se quedó mirando por la ventana del despacho. Era la primera mujer que mandaba el destacamento Vilkas, la primera que mandaba una misión internacional española con la OTAN. Sin embargo, para ella no había techos de cristal, no era nada excepcional, no había nada que añadir al hecho simple. Era mujer, hija y madre. Era piloto de caza y aviadora, lo que siempre había querido ser desde que, siendo una niña, escuchaba el sonido de los cazas F-5. ¡Qué recuerdos!
Los Pioneros de la Patrulla Ascua con Hevia al mando (segundo por la izq.)
El comandante González, el tío Paco, llegaba con su Seat 131. Los domingos, cuando hacía buen tiempo, las dos familias quedaban a comer en una de las casas militares asignadas a los jefes de escuadrón de la base aérea de Morón. Blanca tenía siete años y el comandante González era su padrino, el mejor amigo de su padre, compañeros de promoción. Carlos Serrano era el comandante jefe del 212 Escuadrón y Francisco González era el jefe del 211 Escuadrón. Volaban el F-5A.
Aquellos domingos en familia fueron inolvidables para Blanca. Ella era la única niña, la gallina que cuida de sus pollitos. Sus hermanos pequeños tenían cinco y cuatro años, y los hijos del tío Paco, cinco y tres. ¡Menudo jaleo!
A veces preparaban una barbacoa. Montaban dos mesas en el jardín, los niños jugaban y las madres hablaban de sus cosas sin quitarles ojo a aquellos cuatro alborotadores cuyo oficio principal era inventar las más terribles travesuras. El tío Paco se ponía el delantal y se ocupaba de la barbacoa, y su padre le acercaba una cerveza y se ponían a hablar de aviones. A Blanca le encantaba oír aquellas maravillosas aventuras, no perdía detalle. ¿De qué hablarían aquel día? Llevaba tiempo pensando en ello. Después de oír aquella historia, pegada a la barbacoa, viendo cómo las salchichas iban adquiriendo un olor apetitoso y un tono brillante y tostado; desde aquel día ella quería ser piloto. Estaban hablando de la Patrulla Ascua.
Comenzaron a hablar de aquel 14 de junio de 1964. Los seis F-86F Sabre del Ala número 1 de Manises, en Valencia, rodaban por la enorme plataforma de aparcamiento de la base aérea de Morón. Con motivo de la conmemoración del Día de la Amistad Hispano-Norteamericana, se celebraban tres festivales aéreos en las bases de Zaragoza, Torrejón y Morón. La exhibición de la Patrulla Ascua era el momento más esperado de aquellos festivales que servían de hermanamiento con las unidades de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos en España.
El Sabre, pintado con los colores de la bandera de España sobre su fuselaje plateado, era un avión ideal para demostrar las habilidades de los pilotos de caza del Ejército del Aire. Aquel día el capitán González iba de punto derecho y el capitán Serrano volaba de perro, que era la posición que quedaba justo detrás del líder. Habían abierto las puertas de la base y miles de personas se agolpaban en las zonas acotadas de la plataforma de aparcamiento para ver de cerca los aviones.
El sonido ensordecedor de los seis motores a reacción atrajo las miradas del público. Miles de personas miraban con atención a la ancha pista de Morón. Despegaban los seis aviones juntos en formación triángulo: cinco aviones en cuña y el perro detrás del líder. Despegar de perro con cinco aviones por delante era un asunto peliagudo porque, viniera de donde viniera el viento, algún rebufo de los aviones de delante iba a llegar.
—Perro en el aire.
La voz del capitán Serrano era la señal para que el líder diera la orden de subir el tren de aterrizaje. Con el tren arriba y velocidad, la cosa cambiaba. Ya se podía colocar un poco por debajo del líder para continuar con las maniobras.
Habían despegado por la pista 03 hacia el norte, ahora viraban por la derecha sin alejarse mucho para entrar por detrás del público. A 1.000 pies el líder dio la orden:
—En misil.
El perro se tenía que mantener perfectamente en su posición porque los dos puntos se retrasaban para volar en formación junto a él y los dos alas pasaban a una especie de pescadilla muy cercana con el perro. La formación simulaba un misil. Entonces aceleraron hasta 420 nudos. El público, que se había despistado buscando los aviones, no se esperaba la súbita aparición. Cuando pasaron, aquello era un remolino de pasiones. Todo el mundo estalló en aplausos acompañados de miradas de asombro y caras de felicidad. Los cuellos giraban hasta posiciones inverosímiles mientras el líder volvía a dar una orden:
—Cuña atrasada.
Los dos alas que iban en pescadilla pasaban a volar en ala con su punto correspondiente, formando una cuña de cinco aviones liderada por el perro, que seguía con la máxima precisión al líder. Era una enorme responsabilidad. El capitán Serrano volaba con la máxima concentración para evitar que un despiste hiciera fallar a toda la formación. Estaban tirando a la vertical para dibujar una hoja de trébol completa en cuña atrasada. El líder ajustaba cada pasada a la pista de Morón, que era la referencia perfecta. Lo más difícil era gestionar la energía. No podía utilizar toda la potencia porque tenía que dejar un buen margen para que los cinco aviones mantuvieran su posición en cada momento.
Cuando completaron la tercera hoja del trébol volando sobre la pista, paralelos a la posición del público, comenzaron un viraje en cuña atrasada hacia el oeste dando la panza al público. Volaban a 250 nudos, manteniendo el viraje muy cerrado para no alejarse. En esa maniobra había que guardar la calma porque cualquier oscilación de la posición sería muy visible por parte del público. El líder volvió a dar la orden:
—Doble cuña.
Serrano pudo ver a su compañero González adelantarse por su derecha para volver a su posición de punto derecho y al punto izquierdo por el otro lado. La posición de los alas era ocupada por dos brigadas de complemento, excelentes pilotos, que en 1962 habían comenzado a volar en la Patrulla Ascua.
Realizaron un rizo —también llamado looping— en doble cuña. A eso le siguió una secuencia de toneles volados y rizos con cambios de posición que hicieron las delicias del público.
Y llegó el momento decisivo. Era la apoteosis. El líder dio la orden:
—En cruz.
Los cuatro aviones centrales formaban un rombo mientras los alas pasaban a volar en paralelo con los puntos. Estaban tirando a la vertical para hacer un rizo cuando dio una nueva orden:
—¡Humos, ya!
Los seis aviones habían activado el mecanismo de creación de humo blanco y, cuando estaban en la vertical, llegó la orden tantas veces imaginada y comentada en tierra:
—Bomba, ya.
Los dos brigadas completaban un trébol a derecha e izquierda mientras el líder sacaba el invertido para continuar en rumbo, el perro completaba el rizo y los dos puntos sacaban el invertido virando 60 grados a cada lado del líder con unos 30 o 40 grados de morro bajo. El resultado era espectacular: los seis aviones se separaban con 60 grados desde el centro de la maniobra. Era la explosión de unos fuegos de artificio que caían desde el centro en direcciones opuestas para ir buscando el cruce sobre la pista.
Ahora era muy importante tener a la vista cada uno el avión con el que se iba a cruzar, es decir, el líder con el perro, el punto derecho con el ala izquierdo y el punto izquierdo con el ala derecho. Con una separación en altura. Iban muy bien, todos a la vista de su cruce. En ese instante, el líder dio la orden una vez más:
—Ráfaga, ya.
Las ametralladoras de los seis Sabre, cargadas con munición de fogueo, comenzaron a disparar una larga ráfaga simultánea. Era justo el momento del cruce. En el palco de honor, un general con uniforme de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos (USAF) felicitaba a su homólogo español llegado desde Tablada. El público estaba enloquecido, los niños tiraban del brazo a sus padres señalando al cielo, los periodistas disparaban sus cámaras de fotos sin parar.
—Enhorabuena, señores. Vamos a completar la faena.
El líder felicitó a la formación, todo había salido a pedir de boca. Ya solo les quedaba hacer una pasada baja rompiendo en ala a la derecha para reunirse rápidamente en formación de hexágono. El perro cerraba el hexágono y aterrizarían los seis aviones en formación. Era una maniobra muy peligrosa. Los dos brigadas y Serrano tenían que tocar tierra y comenzar a frenar, avisando por radio.
—Cuatro en tierra, cinco en tierra, seis en tierra.
Ese era el código esperado. La cuña delantera formada por el líder y los dos puntos ya podía posarse suavemente sobre la pista. Así lo hicieron.
Recordaban perfectamente cada maniobra, toda la secuencia, cada exhibición que habían realizado en aquellos años que permanecieron en la patrulla.
—¿Te acuerdas del sargento Griffin? Todavía sigue aquí, en Morón —dijo el comandante Serrano dando un trago a la cerveza cuando terminaron de hablar de la tabla de exhibición de 1964.
—¡Y lo que le queda! —contestó González riendo—. Al tío le encanta España. Habla español, su madre es mejicana y está casado con una española de Utrera.
Patrulla Ascua tomando en formación.
Hablaron del teniente coronel Yeager como si lo conocieran de toda la vida. Había coincidido en Morón unos cuatro meses con Griffin. Durante ese tiempo, Yeager había estado desplegado con su unidad. En 1958 había dado comienzo la Operación Reflex, un ejercicio para asegurar la disponibilidad de los bombarderos B-47 en caso de un conflicto nuclear. Además de los bombarderos, en Morón estaban estacionados de forma permanente los KC-97, aviones de reabastecimiento en vuelo, de los cuales siempre había dos en alerta.
Yeager llegó en julio al mando de un escuadrón de caza dotado de aviones supersónicos F-100 Super Sabre. Griffin les contó cómo completaron por primera vez el salto del Atlántico con reabastecimiento en vuelo. Sin errores, impecable.
Estuvieron un buen rato hablando de lo que les había contado Griffin sobre aquel mítico piloto que había sido el primero en superar la barrera del sonido, algo que ahora ellos podían hacer cada vez que les parecía bien con el F-5.
Después de recordar aquel encuentro con Griffin y otros norteamericanos en Morón, continuaron charlando un buen rato sobre la Patrulla Ascua. Que si ser líder era lo más difícil, que si los sistemas de humos, que si era mejor tener una tabla de acrobacia para un avión solo, que si eso distraía al público de la exhibición principal… Y empezaron a hablar del F-5, de las misiones de tiro, de la velocidad para las rutas a baja cota, de los combates simulados.
—Blanca, ayuda a poner la mesa, anda —la llamaba su madre.
—Ahora voy, mamá —contestaba una y otra vez, pero no era capaz de separarse de aquellas mágicas historias.
—¡Venga, Blanca, por favor! Te he llamado cinco veces —insistía su madre.
—Sí, ya voy, ya voy —pero allí seguía, como si estuviera encadenada a la pata de la barbacoa.
* * *
Habían pasado muchos años desde aquella barbacoa en la que oyó a su padre hablar de sus tiempos en la Patrulla Ascua, cuando volaba el Sabre en Valencia. Ahora se había convertido en una flamante piloto de caza. Entonces era capitán, había pasado por la Academia General del Aire y luego, tras la Escuela de Caza y Ataque, por el Ala 15 en Zaragoza, volando el F-18. Recordaba cómo llegó a la Patrulla Águila volando en la misma posición que su padre, de perro. Era su primer ensayo oficial. Llevaba ocho meses como reserva, volando en la cabina trasera, y un año destinada en la Academia General del Aire. Veinte años después, estaba cumpliendo su sueño.
Volaba en formación en delta, es decir, formando un triángulo de seis aviones: el líder, los dos puntos y el perro en línea con los dos alas. Sobre el Mar Menor, Blanca estaba concentrada en mantener la posición perfecta detrás del líder. Estaban con el morro apuntando a la vertical. Continuarían así hasta llegar al invertido y después completarían el giro. Era la maniobra llamada ‘rizo’ o ‘looping’. Cuando pasaban por el invertido con las cabezas apuntando al suelo, la velocidad de la formación era la mínima posible para que los aviones siguieran volando.
Cualquier movimiento brusco de cualquiera de los pilotos podía provocar un grave accidente. Era el momento de confiar en el líder, que tenía que calcular a la perfección la velocidad de entrada en la maniobra y el radio de giro con una suavidad exquisita. Era el momento de confiar en cada uno de los compañeros. Cualquier movimiento lateral no deseado provocaría un contacto con otro avión. La confianza en la competencia de tus compañeros era la base de la acrobacia en formación y también la base del combate aéreo.
Cuando estaban en formaciones de seis aviones, el número cinco, que era el ‘solo’, se dedicaba a preparar su tabla de exhibición individual. Su misión consistía en distraer al público mientras el resto de la patrulla se alejaba para colocarse en otro tipo de formación, o para reunirse después de haber roto la formación en algunas maniobras.
La capitán Serrano recordaba la discusión de su padre y su padrino sobre si era más difícil ser el solo o el líder. En 1964 la Patrulla Ascua ya había utilizado al solo en muchas exhibiciones. Sabían de lo que hablaban.
Había visto muchas exhibiciones de la Patrulla Águila cuando estaba en el 152 Escuadrón de F-18, durante aquellos años intensos después de acabar la Academia y el curso de piloto de caza. El solo era una parte de la exhibición que le gustaba mucho. Un año, aprovechando unos días libres, se fue de Zaragoza a Reus con su novio para ver a la Patrulla Águila. Aquella exhibición fue una verdadera obra maestra.
Ella, que había volado el C-101 y que practicaba la acrobacia en formación a veces con el F-18, sabía la dificultad que entrañaban aquellas maniobras, los cambios de posición cuando maniobraban a la vertical sin que prácticamente el público lo notara. El solo realizaba la maniobra del borracho. Pegado a la pista, a muy baja velocidad, realizaba virajes erráticos con el morro alto. Luego se iba para volver después de la pasada en formación flecha de la patrulla, dando aquel tirón a la vertical para quedarse sin velocidad. Entre el público se oían los murmullos de admiración cuando el solo se perdía dentro del humo cayendo hacia atrás en un peligroso y espectacular resbale de cola.
Pero lo que más dolor causaba a los que lo estaban viendo y tenían experiencia de vuelo era el rizo en invertido. La gravedad negativa en la cabina de un caza era evitada siempre que era posible porque provocaba que el riego se desplazara a la cabeza, los ojos se inyectaran de sangre y se rompieran pequeños capilares.
Era sucio. Todo el polvo de la cabina quedaba flotando. Afortunadamente, los aviones se limpiaban a conciencia, pero siempre quedaba algo. El solo mantenía gravedad negativa durante los 360 grados de un rizo completo. «¡Qué bruto!», pensaba Blanca, que todavía era una joven teniente con poca experiencia. Aquel solo era un capitán bajito y siempre sonriente, un canario muy querido en la Academia.
Allí estaba, pegada al asiento mientras el líder mandaba:
—Mirlo de seis, ya.
Los cuatro aviones que volaban a su lado, por delante y en paralelo a través de su visión periférica, mientras mantenía su vista fija en el líder, iban desapareciendo hacia atrás. Ahora volaban en cuña con referencia a su posición: el perro. Ella era la única que seguía al líder, los demás volaban por referencia al perro.
A muchos civiles les sorprendía cuando se enteraban. Los pilotos de la Patrulla Águila eran pilotos normales, voluntarios, que ensayaban cuando podían y el resto del tiempo hacían su trabajo como profesores en la Escuela Básica de la Academia General del Aire. Eso requería una dedicación y una disciplina excepcionales.
Seguía concentrada en el líder, que había comenzado un medio ocho cubano, una maniobra exigente que combinaba algo más de medio rizo con un tonel. A la salida del tonel, el solo ya estaba juntándose por detrás para volver a una formación de siete aviones cuando el líder dio la orden:
—En flecha, ya.
Los aviones que habían desaparecido por detrás volvían a aparecer en la formación en delta y el solo se colocaba detrás del perro. Y avisaba:
—Cinco en posición.
El líder era un capitán antiguo. A ella le parecía especialmente frío y calculador. Era el número uno de su promoción y, por eso, en la época en que terminó el curso de piloto de caza, lo volvieron a destinar en la Academia como profesor. Luego estuvo en Estados Unidos varios años, en un intercambio de profesores de vuelo. Cuando volvió, se convirtió en el líder de la patrulla.
La capitán Serrano oía los comentarios de sus compañeros. Como líder era impecable. Nunca los dejaba colgados de velocidad en los invertidos y calculaba a la perfección las alturas de recogida de los picados para evitar brusquedades. Era muy rápido tomando referencias cuando tenían exhibiciones en zonas confinadas o cuando la meteorología era complicada con nubes o vientos fuertes.
De formación flecha pasaron a formación póker. Ahora los alas pasaban otra vez a volar con referencia al perro y la formación comenzaba un ciclo de dos toneles muy volados. Llegaba el final de su primer ensayo oficial, que iba a terminar con el aterrizaje en formación póker, es decir, los siete aviones a la vez. Era una maniobra que requería una coordinación perfecta. Cualquier error de los aviones de delante iniciando la frenada antes de tiempo, cualquier desviación por parte del líder, del perro o del solo de la línea central de la pista, cualquier imprecisión en la fase de contacto con el asfalto podían ser fatales.
Era un viernes por la tarde, un viernes cualquiera. Aparcaron los aviones y nadie los esperaba para aplaudir. Una pequeña reunión para comentar las maniobras y se irían a casa a pasar el fin de semana.
El comandante Carlos Pérez, el líder, estaba sentado al final de la mesa larga que ocupaba casi toda la sala de la patrulla. Revisaba sus notas, como siempre sin despeinar. Ya había llegado también el dos, el capitán Calvo, Pepe, un hombre alto y deportista procedente de Cartagena. Siempre había profesores de Cartagena y siempre había uno en la patrulla, al menos eso decían. También estaba el capitán Contreras el Guanche —porque era de Canarias—, el solo de la patrulla. Ese sí que estaba sudado y despeinado, con los ojos inyectados en sangre y bromeando. Había colgado un guante de un puntero y molestaba a Pepe desde atrás. Se apartaba la mosca sin darse cuenta.
Con la capitán Serrano llegaron Javi López el Negro y Joaquín Ortiz el Chino, el seis y el siete de la patrulla, los más jóvenes. Los apodos eran algo endémico en la Academia General del Aire y seguramente en todas las academias. Pero cuando se hablaba de aquellos dos apodos, el Negro y el Chino, había que añadir el número de la promoción porque prácticamente había un negro y un chino en cada promoción. Cualquiera cuya piel fuera un poco más oscura o cuyos ojos tuvieran un aspecto ligeramente achinado podía ganarse el apodo en los primeros días de campamento. Llegó el tres, el que faltaba, el teniente Velasco el Mollas, un hombre grandullón que procedía de Aranjuez.
—Blanca, ¿cómo te has encontrado en tu primer ensayo? —preguntó el comandante Pérez, a quien Pepe, su punto derecho y amigo, ya le había contado lo que había visto mientras volvían del aparcamiento.
—Bueno, bien… No es lo mismo que verlo desde la cabina trasera, pero me he sentido cómoda —contestó la capitán Serrano, que ya había estado en varios ensayos en la cabina trasera del perro.
—Vale, pues empezamos a repasar —dijo Pérez mirando sus notas—. Paco, recuerda que tienes que avisar cuando rompas de mirlo a mirlo de seis para que sepamos que te has ido y pueda mandar el cambio a delta. Si no, nos pilla el cambio subiendo y es más complicado. Sobre todo, para los alas.
—Sí, me he olvidado —reconoció Paco el Guanche.
—Bueno, también es importante que tú no te retrases, Blanca, cuando estamos en formación mirlo —apuntó Pepe—. Si no, ya es imposible entrar en posición antes del invertido.
—Pues ni me he dado cuenta —confesó la capitán Serrano—. Es que en mirlo no tengo las referencias de los puntos para calcular la distancia.
—Tienes que saber tu distancia siempre —advirtió el comandante Pérez con gesto serio— y anticipar la maniobra adelantando tu posición en los invertidos y evitando que se te vaya la separación vertical.
—Eso es —confirmó Pepe, que era, después del líder, el más veterano de la patrulla—. Te tienes que adelantar sin miedo. Desde abajo no se va a notar, pero si te retrasas sí se nota y, además, nos complicas la vida a todos.
Así estuvieron casi una hora, repasando las transiciones, cada tipo de formación y los errores. Dedicaron casi un cuarto de hora a los errores que podían comprometer la seguridad.
Tras el ensayo comenzaba el fin de semana. Como cada día, Blanca conducía desde Murcia a la Academia General del Aire en San Javier y vuelta. Eran poco más de cincuenta kilómetros, es decir, cuarenta minutos escuchando la radio y pensando. Aquel viernes tenía muchas ganas de ver a su hijo. Estaba acostumbrada a sopesar los riesgos. Los pilotos debían hacerlo continuamente. Ponerse en lo peor y saber a la perfección cómo solucionar las situaciones más difíciles. Sin embargo, desde que nació su hijo las cosas eran diferentes.
Siempre había oído bromear a sus compañeros, los que eran padres, que había que sumar tres nudos a la velocidad de pérdida por cada hijo. La velocidad de pérdida es aquella por debajo de la cual el avión no puede volar y se desploma en el aire. Iba dándole vueltas a eso, al riesgo. Aquel día su marido tenía guardia en el hospital. Era traumatólogo de urgencias, así que se convertía en un reto compaginar sus trabajos con un hijo de dos años. Menos mal que su marido era de Murcia, sus suegros eran jóvenes y vivían allí.
El riesgo de pilotar un avión militar, el tipo de vuelo, enseñar a los alumnos a volar en formación o volar al límite en la patrulla. El riesgo de volar un F-18, el entrenamiento en combate y tantas cosas que podían salir mal. Como aquel día veinte años atrás…
Su padre era un piloto experto. Había volado el T-6 Texan en la Academia General del Aire; después, el T-33 Shooting Star en la Escuela de Reactores de Talavera la Real; y luego, el F-86 Sabre en Valencia. Antes de volar el Northrop F-5A en Morón, había sido instructor de Sabre y piloto de la Patrulla Ascua. Tenía casi 3.000 horas de vuelo y más de 1.000 horas en el F-5. Por eso no podía parar de preguntarse cómo había podido pasar.
Recordaba perfectamente aquella tarde. Ella y sus hermanos habían salido del colegio. Mientras sus hermanos jugaban con otros niños al futbol, ella se había quedado a merendar mientras veía un capítulo de los documentales de Mundo submarino en los que el comandante Jacques Cousteau se sumergía en las Islas Galápagos. Estaba tomando un ColaCao con galletas. De pronto llegaron varias mujeres; entre ellas, Paola, la mujer de su padrino. También reconoció a la mujer del coronel de la base. Su madre se puso muy seria. Tenía lágrimas en los ojos cuando le pidió que fuera a buscar a sus hermanos. Al regresar con ellos, no los dejaron entrar. Se los llevaron directamente a casa del tío Paco. Algo grave había pasado.
Formación de F100 Supersabre.
Poco antes del mediodía, seis aviones F-5 basados en Morón despegaban para realizar un ataque simulado sobre el radar de defensa aérea de Villatobas. Era el ejercicio Red Eye y los cazas de Torrejón y Manises —los F-4C Phantom y los Mirage III— debían encargarse de interceptar a los numerosos atacantes que amenazaban el sistema de radares de defensa aérea y bases aéreas. Era bastante habitual que los cazas atacantes volaran a gran velocidad y muy bajos, más bajos a medida que se acercaban al objetivo.
El comandante Serrano era el líder de la formación de seis aviones. Volaban en tres oleadas de dos aviones a una distancia de unas 2 millas, a 420 nudos, casi 800 kilómetros por hora, y a 100 metros de altura. El líder no solo tenía que controlar la ventana de ataque y coordinar sus aviones, sino que debía llevar la navegación siguiendo el rumbo en el mapa ayudado por el cronómetro.
Todo salió a pedir de boca. Las tres oleadas alcanzaron el objetivo y, con un viraje a la izquierda, volvieron con rumbo a Morón. Fue en el tramo de escape del objetivo, donde ya no era necesario leer el mapa y donde solían acelerar un poco más y pegarse más al terreno, cuando apareció la amenaza de los F-4C de Torrejón. Los estaban interceptando, un poco frustrados porque no habían salido con tiempo para evitar el ataque.
Estaban cerca de las primeras estribaciones de Sierra Morena cuando el punto dos de la primera formación de F-5 fue testigo del impacto. Llevaban el sol de cara y una velocidad de unos 440 nudos cuando una línea de alta tensión se interpuso en el camino del comandante Serrano. Siempre iban buscando las torres para adivinar la posición de los cables, pero aquel tendido era muy traicionero porque estaba cruzando un valle con mucho vuelo y las torres no se veían bien con el sol de cara. No había nada que hacer, habían perdido al jefe del escuadrón. El riesgo de volar muy bajo y muy rápido. El riesgo inherente a la profesión.
Cuando la niña volvió a casa, dos días más tarde, su madre no sabía cómo comportarse. Estaba triste, pero trataba de mostrar normalidad con los niños. Ella ya tenía edad para comprender que nunca más verían a su padre, nunca más jugarían con él. No más barbacoas, no más historias de aviones.
Acabaron el curso y se mudaron a Badajoz con sus abuelos maternos. Pero el comandante González, su tío Paco, nunca dejó de ir a verla. La llamaba, les llevaba regalos y algunos veranos se los llevaba a la playa a pasar un par de semanas.
Blanca tardó varios años en asimilarlo. El verdadero dolor estaba por llegar. La adolescencia sin su padre fue un calvario. Para ella, que quería ser piloto, su padre era su ejemplo a seguir. Había perdido a un padre y a una referencia en la vida.
Ahora que tenía un hijo, su experiencia vital —haber perdido a su padre en un accidente de aviación— era lo que le hacía valorar el riesgo con un instinto especial.
* * *
Colgó el teléfono en Šiauliai. Le había llamado el oficial de enlace del Centro Combinado de Operaciones Aéreas (CAOC) de Copenhague. Querían saber cómo iban armados los aviones rusos. Volvió a abrir el ordenador para revisar su correo privado. Había un mensaje de su marido, tenía un archivo de vídeo, lo abrió.
Era su hijo. Catorce años ya, cómo pasaba el tiempo. Tres minutos de un combate de esgrima, el Campeonato Nacional de Deporte de Base. Estaban en Madrid. Su hijo estaba sonriente, feliz. Le mandaba un beso volado. Era un gran tirador de esgrima en modalidad espada. La culpa la tenían su abuela y las fotos que le enseñaba del abuelo Carlos.
—Mira, Gonzalo, aquí está el abuelo en la Patrulla Ascua volando unos reactores Sabre —le decía mientras estaban sentados alrededor de la mesa camilla en Badajoz con una gran caja de fotografías encima.
—¿Y esta? —preguntaba el niño con curiosidad.
—Esta es de cuando estaba en la Academia con ese bigote horroroso —reía la abuela.
—¿Por qué horroroso? —preguntaba el niño.
Blanca los oía desde la cocina y sonreía:
—Mira, aquí está el abuelo con esa espada y la careta. Eso se llama esgrima. Consiste en combatir con espadas —le contaba la abuela.
—¡Esto me gusta! —gritaba el pequeño Gonzalo con un brillo en los ojos.
La abuela entonces comenzaba a hablarle de las competiciones del pentatlón aeronáutico aquel año que el abuelo fue a Francia con la selección española. La prueba de tiro; luego, la de natación, esgrima y baloncesto. El último día estaba reservado para la pista de obstáculos y la carrera de orientación con mapa. Y le enseñaba un mapa de la carrera, que se organizaba en una zona cercana a la base aérea de Orange, donde aquel año estuvieron compitiendo en el Campeonato del Mundo.
—Tu abuelo era muy bueno en tiro y en esgrima —decía la abuela—. Recuerdo que aquel año quedó tercero en la prueba de esgrima. Detrás de un francés y un italiano.
Por lo que decía su marido en el vídeo, su hijo había ganado el Campeonato de España en la categoría infantil. ¡De tal palo, tal astilla! La verdad es que se alegraba de que la abuela le hubiera hablado tanto de su abuelo Carlos y del deporte. El pequeño disfrutaba mucho entrenando y compitiendo, lo llevaba en la sangre. Tocaron en la puerta de su despacho, que se abrió tímidamente.
—Pasa, Javier, ya he terminado —aclaró la teniente coronel Serrano mientras cerraba el ordenador.
Era el capitán Oquendo.
—¿Nos vamos a comer? —preguntó sin terminar de entrar.
—Venga, sí, vamos a comer —contestó poniéndose de pie.
La zona del escuadrón reservada a los aviones de alerta estaba junto al restaurante autoservicio donde comían los pilotos y los mecánicos de la OTAN en la base de Šiauliai. Si sonaba la alarma, podían llegar al avión en dos minutos.
Se pusieron a la cola. Al ver que eran los pilotos de alerta, delatados por el traje anti-g —que no se quitaban estando de servicio—, la cola se abrió y les dejaron paso.
Oquendo se quedó dudando entre los tres primeros platos del menú, así que dejó la bandeja sobre el mostrador y le hizo un gesto para que pidiera ella. Lo tenía claro: ensalada de primero y pollo asado de segundo. Finalmente, el capitán eligió la sopa típica de salchichas, llamada zurek en Polonia, y un filete de trucha asalmonada. Pasaron por el mostrador de postres y entregaron el vale de comida.
—Bueno, vamos a reponer fuerzas que hoy nos lo hemos ganado —afirmó el capitán Oquendo llenando su vaso de agua con gas.
—Tiene buena pinta esa sopa —dijo la teniente coronel.
—Mejor que el potaje carmelitano que tomábamos en la Academia… —replicó Oquendo.
La teniente coronel esbozó una sonrisa al recordarlo.
—¡En la Academia eras un caraja! —la jefa del destacamento Vilkas no pudo contener una sonrisa—. Menuda suerte tuve con mi primer alumno… —concluyó con ironía.
La teniente coronel Serrano se refería a la época en la que estaba en la Academia General del Aire como profesora. El entonces alférez Javier Oquendo era su alumno. El día de su primer vuelo solo en el reactor CASA C-101 tuvo un desliz.
Patrulla Águila entrando en pista.
El día de la suelta de Oquendo había amanecido nublado en la costa murciana. Una capa muy alta de estratos, a unos 20.000 pies, se extendía sobre el mar hasta la manga del Mar Menor y luego hacia el norte, llegando casi hasta el límite con la provincia de Albacete. Los alumnos de la Escuela Básica, alféreces de cuarto curso, habían llegado al edificio de vuelos en formación de a tres. Habían escuchado atentamente al meteorólogo y tomado nota del procedimiento de emergencia y las limitaciones del día. Tres de los alféreces iban a volar solos por primera vez en el C-101, así que estaban con sus profesores dando un briefing detallado sobre el vuelo de suelta y todas las vicisitudes que podían acontecer.
La capitán Serrano había llegado de Zaragoza unos seis meses antes. Flamante piloto de caza, había estado volando el F-18 durante ocho años. A nadie le gustaba que lo destinaran como profesor en la Academia cuando ya era capitán experto en un escuadrón de caza volando el mejor avión, pero era lo que le había tocado y, aunque no era plato de gusto, tenía sus ventajas.
Podía volar en la Patrulla Águila como ya estaba haciendo. Llevaba tres años casada con un médico murciano que trabajaba en el hospital. Sus suegros vivían en Murcia y ahora tenía un hijo. Habían estado dos años forzosamente separados, viajando los fines de semana para poder verse y con el niño era un verdadero problema. Lo tenía con una cuidadora y en la guardería de Zaragoza, y su madre pasaba largas temporadas con ella para cuidar al pequeño. Conciliar su vida de piloto de caza y de madre era todo un reto. Ahora era diferente. Estaban todos juntos. Era maravilloso hacer vida familiar. Además, sus suegros estaban encantados de quedarse con el niño algunos fines de semana, por lo que ellos podían escaparse juntos de vez en cuando.
—¿Cuáles son los parámetros de tráfico en caso de volver con motor parado? —le preguntó al alférez Oquendo cuando terminaban el repaso.
—Llegaré al punto alto a 3.500 pies sobre el terreno. Entonces sacaré el tren por emergencia y mantendré el planeo a 145 —Oquendo repasaba mentalmente el protocolo—. En el punto bajo, paralelo a la pista, estaré a 2.000 pies y luego, perpendicular a la pista, a 1.200 pies. Finalmente, me alinearé con la pista con 700 pies sobre el terreno y reduciré la velocidad a 130.
—Muy bien. Recuerda que, si tienes daños en el motor, no debes intentar arrancarlo en vuelo —advirtió la capitán Serrano tratando de disimular sus propios nervios—. Venga, que lo vas a hacer muy bien. Sobre todo, ¡disfruta del vuelo!
—Sí, mi capitán. A la orden.
El alférez Oquendo se dirigió al avión y los profesores se fueron directos a la torre para ayudarles en caso de emergencia.
Desde la torre de control de San Javier, el controlador, el oficial de vuelos y los profesores podían ver el movimiento en la plataforma de aparcamiento de la Academia General del Aire. La formación mirlo, compuesta por cuatro aviones, estaba rodando para despegar. Tras ella, despegarían los tres alumnos solos y un alumno con su profesor. Las comunicaciones con la torre eran las normales. La formación fue autorizada a salir y despegaron dos a dos con una diferencia de diez segundos. A continuación, fueron despegando uno a uno los otros cuatro aviones.
A los veinte minutos la torre de control quedó sumida en el silencio. Todos los aviones estaban en sus sectores y empezarían a volver en unos quince o veinte minutos más. Uno de los profesores era el comandante Blasco, al que los alumnos apodaban Malacara por la forma en que los trataba. Especialmente, durante las revistas de fin de semana, en las que tenía fama de malas pulgas porque siempre dejaba a varios alumnos arrestados por detalles nimios en los uniformes o el corte de pelo.
Había pasado algo más de media hora cuando se empezó a oír una llamada por radio. Era una especie de broma, un cántico y una frase.
—¡Parrillada sí! ¡Parrillada sí! Venga, voy tirando. ¡Otro looping pa’ la basca! —los profesores se miraron boquiabiertos y el sargento controlador miró al comandante Blasco con aire inquisitivo.
—Oquendo, ¿tiene algún problema? —el comandante Blasco cogió el micro y, con una sonrisa, añadió—: ¡Parece que no! Pues vaya volviendo a la base y, cuando llegue, da el número.
Oquendo se quedó petrificado. Dar el número era la expresión utilizada por los profesores para pedir a los alumnos su número de filiación y registrar un arresto. El alférez Oquendo había utilizado por error la frecuencia de la torre cuando en realidad quería hablar con sus compañeros que volaban solos en una frecuencia privada previamente acordada. Y encima estaba el Malacara en la torre. Vaya arresto más tonto. ¡Menudo caraja estaba hecho!
* * *
En Šiauliai, el capitán Oquendo se acabó la sopa y empezó a cortar la trucha. La teniente coronel ya se había acabado el pollo.
—Bueno, tampoco fue para tanto. Aparte de aquella carajada en la suelta, saqué buena nota en todas las pruebas y no te di mucho trabajo… —el capitán permaneció a la espera de la respuesta con un trozo de trucha pinchada en el tenedor.
—¡Ja! Veo que no te acuerdas del trabajo que me diste con el vuelo instrumental. Eras bueno con la acrobacia y las formaciones, pero cuando había que concentrarse en la comprobación cruzada…
—Es verdad, menos mal que teníamos el simulador para practicar.
—Bueno, al final todo el mundo puede aprender a volar. ¡Aquí tenemos la prueba! —concluyó señalando al capitán, que ponía cara de póker.
—¡No te pases, mi teniente coronel! —Oquendo se levantó a por un café—. ¿Quieres que te traiga café?
—Un cortado, por favor.
Cuando volvió con un café solo y un cortado, retomaron la conversación.
—Aquel día de la suelta no me quedó claro. ¿Por qué cantabas aquello de «parrillada sí»? —preguntó la teniente coronel.
—Era una chorrada de la promoción. Un día, en una marcha al Carmolí, nos prepararon una parrillada de carne y nos gustó bastante. Desde entonces empezamos a cantarlo en todas las marchas —aclaró Oquendo— y luego silbábamos la melodía. Era la frase de moda.
—¡Menuda chorrada! —Blanca soltó una carcajada.
—Oye, y cambiando de tema, los rusos están un poco revueltos, ¿no te parece? —dijo Javier Oquendo dando un sorbo al café.
—Es evidente que, si Lituania no estuviera en la OTAN, ya los habrían anexionado, como Crimea —respondió la teniente coronel.
—No sale en los medios, pero están continuamente provocando aquí, y a los suecos y finlandeses —Oquendo había puesto el dedo en la llaga.
—Exacto, y pasa lo mismo en el mar Negro. Está claro que terminará habiendo guerra en Ucrania, no sabemos cuándo —la teniente coronel pensaba que Rusia se estaba preparando para completar lo que había empezado con Crimea.
—Pues si terminan atacando a un país de la OTAN se va a liar gorda —afirmó el capitán.
—Sinceramente, no lo creo. Se conformarán con Ucrania, pero no les va a resultar tan fácil como la invasión de Crimea, ahora los ucranianos están más preparados —concluyó.
La teniente coronel Serrano había completado el curso de diplomada de Estado Mayor cuatro años antes de su ascenso a teniente coronel y, durante otros cuatro años, estuvo destinada en el Centro de Combinado de Operaciones Aéreas de la OTAN en Torrejón. Fue una época convulsa que terminó con la ocupación de Crimea por los rusos y los enfrentamientos entre fuerzas paramilitares rusas y el ejército ucraniano en el Donbass, al este de Ucrania. Poco después fue destinada como teniente coronel al Ala 12 de Torrejón para volar el F-18. Ahora era jefa de Fuerzas Aéreas del Ala. Gracias a su experiencia previa, pocos en su posición podían tener una visión más clara. Ella estaba segura de que tendrían que afrontar un conflicto —de mayor o menor intensidad— con Rusia en un futuro muy cercano.
Recordó aquella exhibición en la que había tantas unidades de la OTAN, el Tiger Meet de Albacete. Acababa de ascender a comandante y enviaron a la Patrulla Águila para hacer una exhibición coincidiendo con la jornada de puertas abiertas del Encuentro de Escuadrones Tigre de la OTAN.
* * *
Aquel día de octubre, en la jornada de puertas abiertas de Albacete, la mañana estaba fresca y soleada. La Patrulla Águila aterrizó pasadas las ocho y media. Media hora antes había llegado el CASA CN-235 con los mecánicos y el personal de apoyo.
Los pilotos de la patrulla se dirigieron directamente al edificio de fuerzas aéreas. El aparcamiento de la base aérea de Albacete era un espectáculo. A los helicópteros de la Patrulla Aspa y el Aviocar de la Patrulla Paracaidista Papea, se sumaban los aviones del Tiger Meet. Lo más exótico eran los dos helicópteros rusos Mi-24 Hind del 231 Escuadrón de la Fuerza Aérea checa. Al final de la rampa se encontraba un AWACS de la OTAN y, por delante, una enorme línea con catorce F-16 de unidades turcas, belgas y noruegas; Tornados alemanes y Mirage 2000 franceses a los que se unían cuatro Rafale del EC5/330, basado en Mont-de-Marsan, un escuadrón francés que estaba en plena transición del Mirage 2000 al moderno Rafale. Al lado de los Rafale estaban aparcados los seis F-18 españoles del Ala 15 de Zaragoza y junto a los C-101 de la Patrulla Águila habían quedado los Alpha Jet portugueses del 301 Escuadrón de Beja y un solitario Mirage F1M, que sería el avión de la exhibición acrobática. El resto de los Mirage F1 estaban en sus refugios.
A pesar de la hora, el edificio de fuerzas aéreas era un hervidero. La cafetería que estaba frente a la sala de briefing, y que daba a la terraza por la que se podían ver la pista y el aparcamiento, estaba llena de pilotos. Los participantes en las exhibiciones aéreas y los reservas tenían que entrar a la sala a las nueve en punto. Estaban apurando sus cafés y algo de comer. Había un grupo de pilotos franceses en la terraza, los belgas hablaban animadamente con los anfitriones: los pilotos españoles de Mirage F1 del 142 Escuadrón. La comandante Serrano reconoció a uno de los comandantes que hablaba con un noruego. Era Jorge Cruz, el jefe del 151 Escuadrón de Zaragoza y el piloto de exhibición del F-18. Se cruzaron la mirada. En ese instante, Jorge se disculpó con el noruego y se fue a hablar con ella.
—¡Qué alegría verte, Blanca! —dijo dándole un abrazo.
Habían estado juntos en la Academia, y luego en la Escuela de Caza en Badajoz y en el Ala 15 en Zaragoza.
—¡Qué sorpresa! ¿Vas a ser tú el piloto de exhibición del F-18? —preguntó mirando al resto.
—Sí, voy a ser yo. ¿Y tú?, ¿qué tal en la patrulla?
—Muy bien, la verdad es que estoy muy bien en la Academia. Tengo a la familia en Murcia y volar en la patrulla es una pasada.
—¿Qué quieres tomar?
Pidió un café con leche y un pincho de tortilla de patatas.
—¿Y a esos qué les pasa? —se interesó la comandante Serrano señalando a un grupo de franceses del Escuadrón 1/12 de Cambrai que estaban alicaídos en un sofá con las gafas de sol puestas.
—Nada, ayer tuvimos la cena de gala del Tiger Meet —contestó el comandante Cruz entre carcajadas—. Hoy vas a ver a muchos pilotos cansados. A estos les dieron el Tigre de Plata y lo celebraron bien…
El Tigre de Plata se concedía al escuadrón que hubiera mostrado un comportamiento más alineado con el espíritu de la NATO Tiger Association por decisión de la asamblea, compuesta por todos los jefes de escuadrón.
—Esto del Tiger Meet está muy bien —concluyó la comandante Serrano.
—Sí, la verdad es que para nosotros este año ha sido una oportunidad para probar nuevas cosas. El programa ha sido de gran valor, tanto los combates como las misiones combinadas —confesó el comandante Cruz.
Mientras hablaban, el resto de la patrulla y muchos de los pilotos que estaban en la cafetería se terminaron los desayunos y fueron saliendo para entrar a la sala de briefing. Allí, un capitán del Ala 14 comenzó a explicar el programa de exhibiciones que empezaría a las once en punto con los helicópteros Mi-24, la Papea y la Patrulla ASPA, y terminaría con la Patrulla Águila. Entremedias, habría exhibiciones de aviones solos: un F-16 belga, un Mirage 2000 francés, un Mirage F1, el Rafale y el F-18 español.
Las puertas de la base se abrieron a las diez de la mañana. La patrulla tenía que despegar a la una del mediodía, así que aún les quedaban tres horas para disfrutar de la jornada de puertas abiertas y saludar a los amigos.
La ciudad de Albacete se volcó como siempre con su base aérea. Miles de personas llenaron el aparcamiento y las zonas habilitadas para ver la línea de aviones con su exhibición estática y las evoluciones de los paracaidistas y aviones en vuelo.
Los ciudadanos de Albacete, al igual que los de cualquier otro rincón de España donde actuaban las patrullas o se les abrían las puertas de las instalaciones, sentían una enorme admiración por los profesionales del Ejército del Aire y su talante, siempre dispuestos a dar explicaciones sobre su trabajo. Los pilotos notaban un enorme cariño de la gente cuando se mezclaban con ella en la exhibición estática. El cariño y la admiración que despertaba la Patrulla Águila era la mayor recompensa para el enorme esfuerzo que suponía mantenerse en forma y asumir los riesgos que asumían.
Ya estaban bajando los paracaidistas, formando una línea en la que cada uno estaba tocando con los pies el paracaídas de su compañero de abajo. Volaban con una perfección enorme. Se separaron y comenzaron a hacer evoluciones por parejas. Llevaban botes de humo fijados a un pie, lo que hacía mucho más vistoso el espectáculo. El último en bajar llevaba colgando una enorme bandera de España, que fue recogida nada más aterrizar a escasos metros del frontal del edificio de fuerzas aéreas.
En la terraza, presidían las autoridades militares y civiles, incluido el jefe del Estado Mayor del Aire, el alcalde de la ciudad de Albacete y el coronel de la base aérea. Cuando comenzaron a volar los cazas, se notaba un bullir especial en la gente. La enorme fuerza de aquellos motores, su capacidad de ascensión, los cerrados virajes, las pasadas en invertido o los toneles. La actuación del Rafale, el avión más moderno de los presentes, era esperada por toda la prensa. Los fotógrafos se arremolinaron para captar las imágenes de su despegue. El piloto de exhibición no llevaba mucho tiempo volando aquel avión, así que las exhibiciones del F-16 belga y del F-18 español fueron las más aplaudidas sin ninguna duda. La comandante Serrano estaba muy orgullosa de haber volado aquel avión y esperaba volver a hacerlo en un futuro no muy lejano.
Era su turno. Pasaba media hora de las doce cuando los siete pilotos y sus mecánicos, perfectamente uniformados, se dirigieron a sus aviones para poner en marcha los motores y rodar a cabecera, esperando el final de la exhibición del F-18.
Mientras rodaban, ella pudo ver el final de la exhibición del F-18 español. Allí estaba aquel impresionante caza realizando el looping de mínimo radio, una maniobra que sacaba estelas de condensación de los bordes de ataque. Completó el looping y dio una pasada a baja velocidad con todo afuera. El avión había sacado el tren, la percha de reabastecimiento y el gancho de frenado. Después de recoger todo, y cuando la Patrulla Águila estaba en la cabecera, vieron el F-18 en una pasada transónica, a máxima velocidad sin romper la barrera del sonido. La imagen del avión envuelto en una nube de vapor de agua era espectacular. Al final de la pista, el avión dio un fuerte tirón a la vertical, completó un viraje de invertido y, en el picado de la inversión, apuntando a la pista, consiguió la velocidad correcta para sacar el tren de aterrizaje, los flaps y aterrizar en el primer tercio de la pista de Albacete.
F18 del Ala 15 despegando hacia el Tiger Meet 2016
La patrulla empezó a entrar en pista mientras el F-18 rodaba a su posición entre los aplausos del público. Por la megafonía, el comentarista de la Patrulla Águila estaba anunciando su despegue inminente y presentaba lo que iba a ser la exhibición y las novedades en el equipo. Entre frase y frase, iban saliendo las comunicaciones del líder de la patrulla con los puntos y con la torre. La expectación era enorme.
La exhibición de la Patrulla Águila había cerrado la jornada de puertas abiertas en Albacete. Ahora los pilotos se dirigían a pie desde el edificio de fuerzas aéreas hasta los jardines del pabellón de oficiales, donde el coronel de la base daba un vino español a los participantes y las autoridades. Ellos estaban invitados.
La recién ascendida comandante Serrano iba en una nube. Se encontraba muy a gusto en el avión y había disfrutado mucho de aquella exhibición. Para colmo, cuando llegaron a la sala de pilotos, el líder y su mano derecha, Pepe, el de Cartagena, la apartaron del grupo para hablar con ella.
—Me tenéis intrigada. ¿Qué os traéis entre manos? —preguntó la comandante con una risa entre irónica y nerviosa.
—Me voy de la Academia, acaban de destinarme en Morón —respondió el comandante Pérez, el líder de la patrulla.
—Hombre, ¡qué bien! ¡Enhorabuena! —acertó a decir ella tratando de asimilar el significado de aquellas palabras.
—Hay que nombrar un nuevo líder —tomó la palabra el capitán Pepe Calvo, sin rodeos—. Por eso nos ha dicho el jefe que hablemos contigo.
—¿Qué? ¿Me queréis nombrar a mí? Pero hay gente mucho mejor que yo. Tú mismo, Pepe… —la comandante Serrano estaba muy sorprendida.
—Hemos barajado varias opciones —confesó el comandante Pérez—. Me queda un mes. Tengo que hacer el relevo y no hay dudas. Tú eres quien puede hacer ese trabajo.
—Venga, Blanca, es lo que siempre habías querido, no lo niegues —bromeó Calvo dándole un pequeño golpecito en el hombro.
Cuando llegaron al pabellón de oficiales, todavía no lo había asimilado. En medio del bullicio del jardín con los invitados, los pilotos de Albacete, los pilotos extranjeros de los escuadrones del Tiger Meet, sus antiguos compañeros del Ala 15 de Zaragoza, se respiraba un ambiente de alegría, de celebración de las cosas bien hechas. Ese ambiente casaba muy bien con su estado de ánimo. El coronel se acercó al verlos llegar. Iba acompañado del jefe del Estado Mayor del Aire. Ambos los felicitaron por la magnífica exhibición de la patrulla.
Allí, al fondo, con un grupo de conocidos, había un teniente general retirado. Hasta hacía un año había sido el jefe del Mando Aéreo de Combate. Ella no sabía que iba a estar allí. Iba de paisano. Le dio un vuelco el corazón. Era el general González, su padrino. La vio a lo lejos y ella fue corriendo, llena de emoción, a darle un abrazo. Allí estaba el que había actuado como si fuera su padre desde aquel fatal accidente, el que la había guiado por la vida y le había dado los mejores consejos para convertirse en piloto.
—¿Qué haces aquí? ¡Qué sorpresa! No sabía que ibas a venir —dijo Blanca emocionada al verle.
—Voy de camino a la Academia. Tenemos una reunión de compañeros esta semana y he parado a verte.
—¿Cómo está la tía Paula?
—Bueno, ya sabes, deseando verte —contestó dando un trago a su cerveza—. Menuda exhibición la de hoy. Y el F-18 también me ha gustado mucho. ¿Cómo te va en la patrulla?
—Pues tengo novedades —la comandante Serrano estaba tomando un refresco—. No sé por dónde empezar. Me acaban de proponer como líder de la patrulla. No me lo esperaba.
—¡Madre mía! Nada menos que líder, el puesto más difícil.
Parecía muy orgulloso, pero no quiso mencionar a su padre en un momento tan alegre.
—Espero hacerlo bien. No sé por qué me han elegido…
—Bueno, nada se improvisa en la patrulla. Cualquier posición requiere unas características especiales —el general le guiñó un ojo—. Por fin podrás decir de verdad esa frase que tanto le gustaba a tu padre cuando hablaba de la patrulla.
—¡Humos, ya! —ordenó soltando una carcajada—. Eso gritaba bromeando cuando hablabais de la Patrulla Ascua y echaba la grasa del chorizo sobre el carbón, levantando una humareda que te cabreaba.
—¡Qué pequeña eras! Y ahora estás aquí, liderando la patrulla… —al general le brillaban los ojos—. Bueno, voy a dejarte. Me voy despidiendo de los jefes, que tengo que seguir el viaje. ¿Nos vemos el finde?
—Sí, claro. Pasa por Murcia y ves al niño —Blanca le dio un beso en la mejilla y se volvió con sus compañeros.
Aquella tarde, cuando la Patrulla Águila volvía a la Academia, decidieron usar los humos al llegar. Era una comprobación rutinaria de mantenimiento, algo habitual. Cuando quedaban 40 millas náuticas, antes de pasar a formación en cuña, el líder pidió que abrieran la formación.
—Blanca pasa de líder, yo seré el cuatro a partir de ahora.
Dieron una pasada en cuña por la plaza de armas de la Academia General del Aire. En la puerta del pabellón de oficiales, un viejo general retirado levantó la vista al oír los aviones. La comandante Serrano pensó en su padre y, por primera vez en su vida, dio la orden:
—¡HUMOS, YA!
Bibliografía: 50 aniversario de la Patrulla Ascua por Leocricio Almodóvar Martín. (Revista de Aeronautica 760/2007
Muy bueno Manuel, como siempre... seguro que te ha trasladado a los ochenta.